Habíamos terminado de comer. Era
mediodía. Cada uno fue dejando sus cosas para lavar en la pileta y se fue del
comedor.
Me acerqué a la mesada repleta de
platos, cubiertos, cacerolas…No sabía por dónde empezar. No había lugar para todos los cacharros, así
que puse algunos sobre la cocina. Miré por la ventana, y, tras un suspiro empecé
la tarea; primero acomodando un poco, organizando.
A través de vidrio se veía el día
seminublado, las plantas, el cielo paliducho.
Había un poquito de viento, se ve,
porque se movían las ramas de los siempreverdes.
Mientras miraba, empecé a enjabonar
las cosas. Una, dos, lentamente todas. El único sonido era el del chocar de los platos y vasos.
En un momento vi que los vidrios
estaban un poco grises. Ahumados, diría yo. Estaba lavando con agua fría, así
que eso no era vapor.
Seguí con mi tarea sin darle importancia.
Al rato me vi literalmente sumergida
en un mar de humo; un humo blanco, espeso, asfixiante y acre.
Lo último que recuerdo es mi mano
humedecida y chorreante de espuma tratando de abrir la ventana, que se aferraba
ferozmente a su pestillo para permanecer cerrada.
No recuerdo bien… Creo que vi caer la
mano sin fuerzas…
Sobre la hornalla de la cocina, apenas
encendida, humeaba desesperadamente la perilla de la tapa de la cacerola que
había quedado sobre el fuego, levemente encendido.
María Nieves Acero
14-3-15
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