Había
preparado todo con gran entusiasmo. Estaba feliz con el resultado y ansiosa por
ponerlo en práctica. Primer grado, primer día de clases…Todo calculado, pensado
para que sea un éxito y para que los chicos y yo estemos contentos.
Llegó la hora de pasar al aula y a la ansiedad mía y de los nenes se sumaba
la de las mamás que querían ver cómo era el aula, dónde se había sentado su
nene, si se había quedado tranquilo, en fin, lo normal.
Lo
que no fue normal fue la forma en que lloraba esa nena. Una cosa es contarlo y
otra cosa fue vivirlo. ¡A los gritos, la criatura!
Traté de calmarla de una y otra forma, pero no
había caso. Las mamás seguían revoloteando por ahí. Algunos nenes empezaban a
contagiarse. Y yo sacando de la galera las mil y una formas de llevar la
situación adelante.
En
uno de esos pases mágicos, le pedí a la mamá de la nena que seguía berreando
desconsoladamente, que por favor se quedara con ella un ratito, para que se
calmara.
-¡Noooo!-
me dijo. ¡Yo tengo que ir a trabajar!
Sí,
claro, pensé… Pero cada vez eran más los chiquitos que se contagiaban de esta situación.
Le
dije a la mamá que era sólo un ratito, que por fa…vor…
-¡Tengo
que irme a trabajar, tengo que irme a trabajar! ¡Ocúpese!
Y de
pronto la escucho comentándole a las otras mamás que cómo podía ser esa
situación, que qué barbaridad, que cómo yo no me quería hacer cargo de la nena,
etc, etc…
Primer
día de primer grado. De todo lo lindo que había planificado, no pude hacer
nada. Todo el día tratando de que la situación de llanto desconsolado cesara.
¡Qué día!
Compartido
por Livia Vélez
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